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Teatro
El Diputado (drama en tres actos)
Poesía
EL DIPUTADO
Drama en tres actos.
PERSONAS
D. Ramiro. — Pilar, hija de — D.
Alberto — La Baronesa de*** — Un general — D. Antonio — El Ministro de
Hacienda. — El Conde de*** — Varios Diputados.
La acción pasa en Madrid.
ACTO PRIMERO.
Casa de D. Alberto.
ESCENA PRIMERA.
D.
Ramiro. El corazón del hombre es indefinible; pero en
medio de sus misterios se descubre siempre una verdad constante, que llena de
desconsuelo al que piensa en el porvenir. Esta amarga verdad es que nuestro
corazón nunca se sacia. Hace dos años el único pensamiento de mi vida era una mujer;
ahora esa mujer me cansa. Hace tres meses deseaba, como el fin último de todos
mis esfuerzos, ser diputado: ya soy diputado, la gloria me sonríe, la prensa y
la tribuna me aplauden, y mi corazón, sin embargo, siempre indiferente. Cada
día que pasa arranca una ilusión de mi alma y quita hilo a hilo la venda que me
impedía ver el mundo como es, en toda su horrible deformidad. La idea que mas
asquerosa se me presentó en mis ensueños de gloria es la que actualmente
cautiva mi alma. La felicidad se compra, y es necesario dinero para adquirirla.
ESCENA II.
Ramiro y D. Antonio.
D.
Antonio. ¿Cómo tan solo?
Ramiro.
He venido a visitar a la señorita de la casa. No he hallado a nadie en
ella; sin embargo, me he detenido porque creo que Pilar llegará pronto.
D.
Antonio. ¡Oh! Eso supone
mucha franqueza, y me hace sospechar que el negocio está concluido.
Ramiro.
La voz del vulgo no es siempre la voz de la verdad. Os aseguro que hasta
ahora no he pensado en el matrimonio.
D.
Antonio. Sí... pero en el
caso en que pensaras, creo que la Pilarcita...
Ramiro.
Os engañáis, D. Antonio; en el mundo todos vamos de máscara; pero para
no ser despreciados es preciso que la careta sea de oro. Soy diputado, mi
carrera comienza con gloria; empero esa gloria no sería más que un fuego fatuo,
si no se apoyase en la riqueza. ¿Me entendéis? Pilar mataría mis esperanzas al
nacer.
D.
Antonio. Van trascurridos cincuenta años de mi vida, y
nunca he visto en las mujeres más que un instrumento de placer, que cuando deja
de ser útil, debe sustituirse con otro. Por eso nada tiene de extraño que me
sorprendiera ver a un joven de tantas esperanzas como tú, próximo a enlazarse
con una mujer de tan pocas como Pilar. Siempre te he profesado un cariño
entrañable, y desearía que tuvieras un porvenir digno de tus talentos. Los últimos triunfos oratorios que has
logrado en el congreso han atraído las miradas del público sobre ti, y creo que
pudieras hacer una boda brillante que te sacara de la clase en que te
encuentras.
Ramiro.
Vuestro carácter franco y las relaciones que nos unen me inspiran la más
completa confianza. Voy a poneros de manifiesto el estado de mi corazón: hace
dos años que Pilar era la idea exclusiva de mi alma, el único deseo de mi vida.
La amé y ella me amó también. Mi amor no existe ya; mas el suyo se ha hecho el
único pensamiento de su existencia. Tiempo ha que me ocupaba la misma idea que
a vos; el matrimonio es lo que puede arrancarme del puesto humilde que ocupo en
el mundo. Mi gloria será sólida, porque estribará sobre los bienes de fortuna,
no sobre los halagos de una opinión coqueta, que nos alza un trono, para que
nuestra caída sea desde más alto. El remordimiento, sin embargo, ha sido un
obstáculo a mis deseos. Vos no sabéis lo que es el amor: si lo supierais, os compadeceríais
de la pobre Pilar. La infeliz ha conocido que el hielo pesa sobre mi corazón, y
un hondo pesar desgarra su pecho y marchita su rostro.
D.
Antonio. Según eso, ¡estáis dispuesto a sacrificar
vuestro porvenir!...
Ramiro.
La amistad íntima que tuvisteis con mi padre, os da derecho a que no os
oculte ni un solo pensamiento. No, yo no me casaré jamás con Pilar; pero sin
embargo es necesario encargar al tiempo que desate el nudo que enlaza nuestras
almas. Si le cortara de golpe ¡pobre Pilar!... No soy tan malo que aunque
hubiera de sacrificar mis esperanzas, consintiese en envenenar su existencia.
D.
Antonio. Esos disgustos nunca matan, porque los vacíos
se llenan pronto. Además, en este mundo unos nacimos para víctimas y otros para
verdugos. Al repartirse los puestos no has tenido poca suerte si has logrado
colocarte en el de los últimos. Tu padre, no hubiera consentido jamás que
renunciaras a la esperanza de un porvenir grande y de gloria a pesar de tu
reserva para conmigo, yo te he amado siempre como a hijo, y no vería con
disgusto realizado un proyecto que me sugirió una visita que ayer hice a una
señora. Antes de comunicártelo necesito una resolución pronta, decisiva.
Ramiro. Me es indispensable algún tiempo para
deliberar.
D.
Antonio. Es preciso aprovechar los momentos: pasado un
instante pasó quizá la oportunidad de la coyuntura.
Ramiro.
Estoy en la convicción de que no deseáis más que mí bien. Mi suerte está
en vuestras manos.
D.
Antonio. Ayer hice una visita a la Baronesa que habita
en el cuarto principal de mi casa , y la encontré leyendo una de las sesiones
de estos últimos días. Me preguntó si te conocía, y se deshizo en desmedidos
elogios de tu elocuencia y de tu talento. La Baronesa es una viuda de veinte y
cinco años, alegre, hermosa, entusiasta por los hombres públicos y poseedora de
cuantiosísimos bienes. La hablé de la independencia de su estado, y me contestó
que sacrificaría con placer su libertad si encontrara un hombre que añadiera a su
título la gloria esplendorosa del talento. Hoy mismo viene a hacer una visita a
Pilar, que es hija de su administrador, y espero que no te faltará osadía para
dar cima a mi proyecto. Piensa bien en que puedes ser Barón, y en que tu suerte
será o de reptil o brillante cual la que mas.
Ramiro.
Ya os he dicho que mi suerte está en vuestras manos.
D.
Antonio. Es
absolutamente preciso que hables hoy a la Baronesa, y para eso yo me encargo de
buscar un medio. Adiós.
ESCENA III.
Ramiro.
¡Pobre
Pilar! Nunca la he imaginado en mis ensueños de amor tan cándida, tan bella ni
tan digna de lástima como en este momento. No importa ¡Es una cosa tan triste y
tan amarga ver un horizonte sin límites rico de gloria y de esperanzas, y
encerrarse después en la celda de un cartujo! ¡Es tan duro oír a un grande
cuando hemos logrado un triunfo parlamentario: esta gente de curia no carece de
talento! Es preciso ser Barón, y entonces al que llamaron abogaduelo lenguaraz,
le llamarán orador elocuente, grande hombre de estado.
ESCENA IV.
Ramiro y Pilar.
Pilar.
¿He tardado mucho, querido mío? ¿Estás enfadado? ¡Si vieras cuánto te
amo! ¿Me perdonas?...
Ramiro.
No tengo porque perdonarte; no me has ofendido.
Pilar.
¿Me amas, Ramiro mío? Dime una sola vez que me amas.
Ramiro.
Sí... te amo.
Pilar. ¡Si vieras cómo desgarras mí corazón!
¡No me lo decías así en otro tiempo!... Dime que me amas; pero dímelo con el
calor que había antes en tus palabras, con el fuego que brillaba en tus ojos y
con la alegría que hermoseaba tu semblante. Entonces me estrechabas contra tu
corazón, me llamabas tu vida, tu universo. ¡Sí vieras qué martirio despedaza mí
alma! Mis ojos están secos de llorar.
Ramiro.
¿Qué motivo hay para afligirte así?
Pilar.
No hables, por Dios; cada palabra que pronuncia tu lengua es un puñal
que atraviesa mi pecho.
Ramiro.
Adiós: mí presencia no sirve ya más que para martirizarte.
Pilar.
No, por Dios, no te vayas; tú eres el único placer de mi existencia.
¿Quieres verme morir?
Ramiro.
Estás incomprensible. ¿Qué quieres de mí?
Pilar. Que me ames con el delirio que antes,
que me devuelvas el sosiego que antes había en mi alma, que no asesines a una mujer
que no ha cometido más delito que amarte con locura.
Ramiro. Yo te amo... pero…
Pilar. No concluyas, por Dios; Déjame con
mis ilusiones, deja un resto de esperanza en el fondo de mi alma, ¡Ibas a decir
que me abandonabas!... sí... lo he leído en tu rostro. Te suplico de rodillas
que no pronuncies esas palabras... eso sería horrible... ¿No es verdad que no
cometerás un crimen?
Ramiro. La fatalidad, querida mía, es la que
nos separa.
Pilar.
¡Has tenido por fin el placer de desgarrarme! ¡La fatalidad nos separa!
¡La fatalidad! Palabra mágica que en vano quiere el delincuente que sirva de
careta a la hediondez de su crimen.
Ramiro. Eres muy injusta conmigo; yo te amo,
y bien sabe el cielo que al anunciarte mi resolución sufro combates horribles.
Sí, Pilar, te amo, y este amor hará la infelicidad de mi vida.
Pilar.
Sí me amas, ¿por qué me abandonas? ¿Por qué no lo renuncias todo por mí?
Yo dejaría mi patria, a mi padre, pediría una limosna por ti… ¿Quieres más?
Renunciaría veinte años de vida por estar un mes a tu lado.
Ramiro.
Yo también, querida mía, si me abandonara a los impulsos de mí corazón,
pensaría como tú; mas nosotros no podemos ser felices nunca; nuestros
caracteres no son parecidos, y la suerte va colocando entre los dos una altísima
barrera. El amor desaparece, Pilar, y sí nuestras manos se uniesen*, después de
trascurrido un año yo me hallaría con
mis esperanzas perdidas, y tú con un hombre que no te amaba.
Pilar.
No: eso es imposible... tú no puedes abandonarme. Serias un perverso,
nuestro amor no puede concluir, no concluirá nunca. ¿No es verdad? Dime que sí,
aunque me engañes. ¡Qué horrible padecer! ¡Y para eso te habré yo amado tanto!
Ramiro.
Querida Pilar, no me desgarres el corazón, yo no puedo unir mi suerte a la
tuya.
Pilar.
¿Te lo he exigido yo por ventura? Yo me contento con que me ames, con
que no me robe otra mujer tus caricias, con ser tu esclava. No me abandones,
por Dios, yo renuncio a ser tu esposa, arrostraré la cólera de mi padre y
perderé hasta mi vida antes que separarme de tu lado.
Ramiro. Viene gente; compón el rostro y no
nos hagas traición con tus lágrimas.
ESCENA V.
Los mismos, D. Antonio y la Baronesa de***
Baronesa.
Disimulad, Pilarcita, si no he tenido antes el placer de veros en
vuestra casa. Papá sabe los muchos negocios que me rodean y lo poco que puedo
disponer de mí misma.
Pilar.
Señora Baronesa, es muy alto el honor que me dispensáis para que tenga
tiempo de pensar si habéis cometido alguna omisión.
Baronesa. ¿Pero qué tenéis? ¿Habéis llorado?
¿Estáis mala?
Pilar.
Suelo padecer fuertes dolores de cabeza, y me hallo algo indispuesta.
D.
Antonio.
Permitidme, Señora Baronesa, que tenga el honor de presentaros a mi amigo D. Ramiro.
Baronesa.
Me complazco en disfrutar del placer de haberos conocido. Soy una
admiradora de vuestros talentos, y os doy la enhorabuena por haber servido al
país de una manera tan digna y tan valiente.
Ramiro.
Señora, nunca he logrado un triunfo más satisfactorio para mi corazón
que en este momento en que vuestros hermosos labios se abren para lisonjearme.
Baronesa.
Los hombres de estado no se satisfacen con los elogios de una
mujer; permitidme, D. Ramiro, que no os
crea.
D.
Antonio. Pilarcita, tengo que hablaros de un asunto
importantísimo. Baronesa, espero que me dispensareis, si me tomo la libertad de
dejaros sola con este caballero.
ESCENA VI.
Ramiro y la Baronesa.
Ramiro.
Decíais, Baronesa, que mis palabras no eran dignas de crédito.
Baronesa.
Estoy muy acostumbrada a desconfiar de las galanterías, y principalmente
si salen de los labios de un hombre público. Permitidme que me valga de unas
palabras de que habéis usado en el congreso: «el siglo XIX es un siglo
hipócrita que tiene la virtud y la verdad en la boca y el vicio y la mentira en
el corazón. »
Ramiro.
Os ha sido un poco infiel la memoria. ¿No os acordáis que dije también:
«en un cielo cubierto de pardas nubes suelen verse a las veces trechos de azul
purísimo?» ¿No puedo ser yo la excepción?
Baronesa.
Sois tan fino e ingenioso como elocuente.
Ramiro.
Voy a usar de represalias. Sí queréis que crea que no me aduláis,
consentid en cambiar de opinión acerca de mí sinceridad.
Baronesa. Nos hemos extraviado tanto de la
cuestión , que ya no me acuerdo de lo que ha dado motivo a nuestro debate.
Ramiro. Decía, Baronesa, que nunca mi corazón
ha sentido con tanta intensidad el placer de ser aplaudido como en el instante
en que vuestros labios se abrieron para hacerlo.
Baronesa. Otra vez os vuelvo a decir que no os
creo.
Ramiro. Con otra mujer no insistiría más en
este punto y consentiría sin mortificarme en que mis palabras pasaran por un
mal trozo de fraseológica cortesana. Pero con vos…
Baronesa.
Pero conmigo tenéis placer en dar un giro distinto a la conversación... ¡Somos
tan caprichosos!
Ramiro.
No puedo perdonaros, Baronesa, que no me dejarais concluir.
Baronesa.
Entonces teníais seguridad de convencerme.
Ramiro.
No me vanagloriaba yo de tanto; porque a fe, a fe tengo que combatir con
un incrédulo.
Baronesa.
Os quiero dar una prueba de condescendencia; estoy dispuesta a creeros
todo lo que sea verdad.
Ramiro.
Si eso fuera cierto no podríais menos de dar fe a todo lo que os he
dicho. Tengo interés, Baronesa, en que me creáis.
Baronesa. Pues bien… os creeré
Ramiro. Hace tiempo que habíais oído hablar
de mí, pero no me conocíais. Yo por el contrarío no sabía cuál era vuestro
nombre; pero hace tiempo que he tenido el dolor de veros. Sí, el dolor; tal vez
vuestro corazón no se persuadirá de que os he amado como un niño de quince años
sin hablaros. Nuestro corazón es misterioso, y nada tiene de sorprendente que el
hombre de estado se ocupe en medio del torbellino de los negocios públicos de
la idea dominante y exclusiva de una mujer.
Baronesa.
No diréis, D. Ramiro, que no os he escuchado con paciencia.
Ramiro.
¿Habré tenido la desgracia de ofenderos?
Baronesa. Por el contrario, me habéis honrado;
lo decía porque a pesar de vuestra formalidad no me habéis hecho reír.
Ramiro.
Yo creía, Baronesa, que nadie tenía derecho a reírse de mí en mi
presencia.
Baronesa.
Sois muy inocentes en amores.
Ramiro.
Por eso debíais tratarme de otra manera.
Baronesa.
¡Y los ojos de Pilarcita tan fijos en los vuestros, tan dulces, tan
llenos de amor y de amargura!
Ramiro.
Señora ...
ESCENA VII.
Baronesa, Ramiro, Pilar y D. Antonio.
Pilar. Me dispensareis, señora Baronesa, si no he
estado con vos tanto como yo hubiera querido.
Baronesa. La compañía de este caballero me ha
complacido mucho y podéis estar en la persuasión de que no me habéis causado
ningún disgusto.
Pilar.
¿Conocíais a D. Ramiro?
Baronesa.
Le cuento en el número de mis amigos.
Pilar.
No me había dicho nada.
Baronesa.
Pilarcita, Adiós. D. Ramiro, tendría mucho placer en que me
acompañarais.
Ramiro. Tanto honor me envanece.
ESCENA VIII.
Pilar.
¡Qué
martirio tan punzante y tan profundo es sentir el calor de una hoguera en el
corazón y no hallar una gola de rocío para templarle! ¡Mi frente se quema! ¡Que
sospecha, gran Dios! ¡Maldita Baronesa! ¿Será esa mujer artificiosa la que ha
perturbado la paz de mí alma? ¿Por qué habré nacido pobre y humilde y con un
corazón de reina? ¿Por qué el cielo me hará amar a un hombre de esperanzas
locas, que no ve en la pobre Pilar más que una mujer que después de
compadecerla se la asesina? ¿Por qué esta desesperación roedora que desgarra
sin matar?
ESCENA IX.
Pilar y D. Alberto.
D.
Alberto. ¿Qué tienes, hija mía? ¿Estás mala?
Pilar.
Me siento algo indispuesta; pero no es nada, papá, no os aflijáis.
D.
Alberto. ¡Qué
calor! ¡Tú padeces mucho!
Pilar.
No tengo nada, papá. Ha venido a verme la Baronesa.
D.
Alberto. ¿Y D.
Antonio?
Pilar. También.
D.
Alberto. Tenemos mucho que agradecerle; ha quitado un
peso horrible de mi pecho, que ha interrumpido mi sueño muchas veces. El
porvenir de mi querida hija no será un porvenir triste, y los últimos días de
mi vejez serán plácidos y de ventura. Hija mía, tú eres el único ser a quien yo
amo en el mundo, y tengo esperanzas de que serás feliz. ¿Crees que no lo seré
yo también?
Pilar. Papá, ¡qué bueno sois conmigo!
D.
Alberto. Nosotros, hija mía, carecemos de bienes de
fortuna y nuestra subsistencia es precaria é incierta. La administración de la
Baronesa es nuestro único recurso, y con ella proveemos escasamente a nuestras
necesidades. Si por desgracia llegara a faltarte tu padre ¿qué sería de ti?
Este es un pensamiento que me aflige y desconsuela mi alma.
Pilar. Vos, papa, habéis previsto ese caso y
no habéis descuidado mi educación. Mis manos no me dejarían morir de hambre.
D.
Alberto. ¿Y qué
harías sola en el mundo, sin amparo, sin un ser que velara por tu existencia,
sin un hombre que consolara tus días de aflicción?
Pilar.
El cielo me protegería.
D.
Alberto. Por
fortuna nuestra la Providencia se ha encargado de tu porvenir, y ya no tendrás
que mendigar el sustento cuando yo haya dejado de pertenecer a este mundo. Vas
a hacer una boda ventajosísima.
Pilar. ¡Yo!
D.
Alberto. Sí, tú.
Un comerciante muy rico mira tu mano como el objeto único de sus esperanzas.
D.
Alberto. Es un
hombre como de treinta y seis años, de gallarda presencia y que tiene cien mil
duros de capital.
Pilar. Yo no puedo separarme de vos.
D.
Alberto. No, bija
mía, no te separarás de mí. Una de las primeras condiciones del contrato es que
tú padre no será arrancado nunca de los brazos de su querida hija. ¡Qué feliz
seré yo cuando el ser que más amo en el mundo me estreche tiernamente contra su
corazón y me diga: «soy la mas venturosa de todas las mujeres!»
Pilar.
Nunca lo será vuestra pobre Pilar.
D. Alberto. ¿Por qué lloras, hija mía? ¿Quieres
amargar uno de los días más felices de mi vida?
Pilar. Soy muy desgraciada. D.
Alberto. ¿Qué tienes, querida mía?
Pilar.
Papá, no exijáis nada de mí: permitidme que encierre mi pecho un secreto
para vos.
D.
Alberto. No
tiembles, hija mía; abre tu corazón a tu mejor amigo. ¿Piensas acaso que la
severidad que nunca ha anublado mi semblante se vea en mis ojos por primera
vez?
Pilar.
Padre mío, yo no puedo casarme.
D.
Alberto. Pilar, no forzaré jamás tu corazón ni tu
mano; pero créeme, porque te lo digo con toda mi alma, me haces sentir un
disgusto amargo, muy amargo.
Pilar. Padre mío, perdón: mi corazón no es
libre.
D.
Alberto. Por desgracia lo sospechaba hace ya tiempo; muchas
horas de sueño me ha arrebatado ese amor funesto que no verás satisfecho nunca.
Pilar. ¡Padre mío, por piedad!
D.
Alberto. Sí, hija querida, mucho dudo que ese amor
inocente sea recompensado nunca. Ramiro es ambicioso, y para el hombre que
sueña en la gloria su fortuna el amor es un juguete que por diversión se toma y
por diversión se rompe.
Pilar. No desgarréis, por Dios, mi corazón.
¡Si vierais qué tormentos tan horribles estoy sufriendo!
D. Alberto.
Mil sueños de felicidad que mi fantasía había forjado se han desvanecido
en un solo instante; sin embargo... yo te perdono.
Pilar. Yo os haré feliz, yo endulzaré con
mis caricias todos los días, todas las horas de vuestra existencia. Pero
casarme, padre mío, es imposible.
D.
Alberto. Voy a casa de D. Ramiro en este momento; si
es hombre de honor, me dirá francamente sus intenciones.
Pilar. Por Dios, por mi madre no hagáis eso;
seria arrancarle de mis brazos; yo le amo más que mi vida; si se separara de mí
yo no podría vivir. Padre mío, compasión, compasión.
D.
Alberto. ¡Desgraciada!... Ahora conozco todo el horror
de nuestra situación. Tú le amas más que a ti misma y el no te ama a ti. Pilar,
no hay más remedio a tus penas que partir inmediatamente. En Granada me ofrecen
una administración más pingüe que la que poseemos en Madrid.
Pilar. No me asesinéis, por Dios.
D.
Alberto. Voy a salvarte.
ACTO SEGUNDO
La acción pasa en casa del ministro de Hacienda en un
salón contiguo a otro en donde habrá un baile.
ESCENA PRIMERA.
El General *** y la Baronesa.
General.
¿Habéis pensado seriamente en lo que acabáis de comunicarme, Baronesa? ¡
Vos casaros !... ja, ja, ja ... Habéis revestido muestro semblante de más
seriedad de la que acostumbráis tener; sin embargo, no os creo.
Baronesa.
¿Tengo por ventura tantos años que diera que reír al mundo si contrajese
segundo matrimonio?
General.
No lo decía yo por eso; estoy en la creencia contraria. Sois rica,
hermosa y estáis llena de vida y de frescura. Me reía. Baronesa, porque ¿quién
no se sorprenderá al saber que vos que habéis despreciado ministros, generales,
condes y marqueses vayáis a entregar vuestra ilustre mano a un abogaduelo de
provincia?
Baronesa. General, los títulos y los pergaminos han
perdido el pleito en la desecha borrasca en que nos encontramos, y los
obscurecen y humillan el poderío del oro y los aplausos de la tribuna. Tal vez
os parecerá extraño que hable yo así perteneciendo a una casa antigua y llena
de blasones pero cesará pronto vuestro pasmo si fijáis la atención en el baile
a que asistís en este momento y advertís que le da todo un ministro de
Hacienda, que es hijo de un barbero de Alcalá. Sin embargo, conozco yo
generales y duques que darían por ocupar una
poltrona ministerial acaso diez años de vida. Sois muy ingeniosa, mi querida
Baronesa; mas no por eso habéis orillado la dificultad. Yo sé de algún ilustre
general que está más cerca de los ministerios que vuestro novel diputado, y no
obstante sería el más feliz de los hombres si pudiera daros su apellido.
Baronesa.
Ese general, amigo mío, sois vos. Me lo habéis dicho tantas veces que es
forzoso que os crea. Os hablaré con la franqueza que me es propia, para que no
tengáis derecho de llamarme reservada ni hipócrita. Hace tiempo que había
pensado en el matrimonio; pero nunca he podido resignarme a poner el
pensamiento en vos. Tenéis doble edad que yo, y bien podéis presumir que veinte
y cinco años, títulos y riquezas no se esclavizarían ante un hombre que alterna
muy desventajosamente los cabellos blancos con los negros. Os aconsejo que
fijéis vuestros ojos en nuestra amiga la marquesa que es poco más o menos de
vuestra edad, y que según sospecho suspira por vos. Esto es hablaros con
franqueza y como una verdadera amiga.
General. Yo también lo soy
vuestro, y voy a corresponderos con la misma. Una muy gran parte de las
haciendas que poseéis no os pertenece; un primo imbécil que Dios me dio y con
quien tuvisteis la dicha de casaros os nombró heredera de todos sus bienes.
Esos bienes, querida prima, son vinculados de muy antiguo, y yo soy el próximo
sucesor de vuestro difunto esposo. Tengo documentos que no dejarán mucho tiempo
dudosa la cuestión, y que yo sin embargo no he querido presentar hasta ahora,
porque creía que no tendríais la presunción de oponeros a un enlace que los
haría comunes. En este momento he mudado de dictamen, y os afirmo, Baronesa,
que siento mucho verme en la dolorosa precisión de tener un pleito con vos, que
no podré menos de ganar. Esto, querida amiga, es hablaros con franqueza y como
un verdadero amigo.
Baronesa.
Os habéis equivocado, General, si imaginasteis que conquistaríais la
plaza por miedo. Conozco hace ya tiempo ese negocio y estoy completamente
tranquila por sus resultados.
General.
Temo mucho que no le hayáis estudiado bastante; pero dejemos esto para
tiempos más oportunos y permitidme que ceda el puesto a vuestro abogaduelo,
porque tengo que decir dos palabras al ministro. Espero que bailareis conmigo
el segundo rigodón.
Baronesa. Con mucho gusto, mí querido General.
ESCENA II.
La Baronesa y Ramiro.
Baronesa.
Estáis, D. Ramiro, muy pensativo y cabizbajo ¿Os acordáis mucho de
Vuestra querida Pilar?
Ramiro. Os suplico que dejéis las burlas para
otro momento, porque me hallo de muy mal humor.
Baronesa. ¿Qué tenéis? Ramiro. Es preciso.
Baronesa, que cese ya nuestra incertidumbre, y que decidáis de mi suerte. Si
las esperanzas con que me habéis halagado han de realizarse, os ruego no
dilatéis el delicioso momento de estrecharos contra mi corazón y de llamaros
mía delante de los hombres.
Baronesa.
Poco a poco, amigo mío, vuestras esperanzas han sido demasiado
prematuras.
Ramiro. Señora, sois una constantísima
coqueta. Dadme vuestro permiso para que me retire, y dispensadme si no vuelvo a
poner los pies en vuestra casa.
Baronesa. Caballero, consiento en dejar de
sufrir a un importuno que debía contar entre sus mayores triunfos el de borrar
la humildad de su cuna con la adquisición de un título esclarecido.
Ramiro. Consentid en ser mi esposa, y Ramiro
no fijará el pensamiento más que en su felicidad.
Baronesa.
Yo consentirla gustosa si tuviera seguridad de que vos consintieseis
también; pero temo mucho que ese ardiente entusiasmo desaparezca al saber el
triste compromiso en que me encuentro. Ramiro. Hablad, ¿qué os sucede?
Baronesa. Mi primo el General me ha amenazado
con un litigio de cuya resolución pende acaso mi fortuna, si no me resigno a ser
su esposa. Le he respondido que no tenía ninguna zozobra por el resultado de
este negocio; mas en realidad no es así. El general posee un documento en el
que consta la fundación de un mayorazgo de que es legítimo sucesor y cuyos
bienes poseo yo como libres. Estoy por tanto en la durísima alternativa de
contraer un enlace odioso o de quedar tal vez reducida a la mendicidad.
Ramiro. Ese proceder seria infame, y yo os
juro que le arrancaré el documento o la vida.
Baronesa. Yo, Ramiro, no puedo hacerme la ilusión de que
eso sea una infamia y no permitiré que haya un duelo por esta causa. Tendré
resignación bastante para renunciar a un enlace que me haría feliz; mas que
ahora nos haría infelices a entrambos.
Ramiro. No os entiendo.
Baronesa.
Demasiado, Ramiro, demasiado. Vuestro corazón siente un peso horrible, y
desea con más ansia que yo romper vuestro compromiso.
Ramiro. Os equivocáis, Baronesa, os
equivocáis.
Baronesa.
Os conozco, D. Ramiro, también como vos mismo. No creáis que la
convicción en que me hallo de que no me amáis y de que el objeto de vuestros
deseos está en mi título y mis riquezas es una convicción de este momento; ni una
sola ilusión de esta especie ha pasado por mi fantasía. Voy a hablaros con la
sinceridad que me es propia; vos habéis amado entrañablemente a Pilar; pero
desde que las ilusiones de la ambición vinieron a seducir vuestra alma, aquel
amor se desvaneció como si nunca hubiera existido. Entonces aparecí yo en la
escena; creísteis que debía ser el objeto de vuestros deseos, y me declarasteis
una pasión que no sentíais y que yo no tuve la torpeza de creer sincera. Os
dije sin embargo que os creía y que os amaba, no porque os creyese ni os amase,
sino porque sois un hombre de grandes esperanzas y estáis en posición de
conquistar un porvenir brillante y lleno de gloria. Desgraciadamente un suceso
imprevisto ha turbado nuestros sueños de ambición y de felicidad: las
circunstancias no son ya las mismas y nuestro enlace seria para entrambos un
tormento insoportable; para vos porque vuestras esperanzas se verían
desvanecidas, y para mí porque en cada mirada creería hallar una reconvención.
Ramiro. Me complazco, querida Baronesa, de
haber encontrado una mujer que tiene bastante talento para penetrar hasta los
más ocultos pliegues del corazón, y con la que el disimulo no tiene cabida. Mi
corazón es tal como le habéis retratado, y siento un placer intensísimo en que
vuestros proyectos fueran de la misma índole que los míos, porque así nunca
tendríamos derecho para reconvenirnos. Creo que después del último incidente
que ha hecho fracasar nuestras esperanzas, no nos es de ningún modo útil
contraer un matrimonio, que nos recordaría a cada instante lo que pudimos ser y
lo que desgraciadamente no éramos. Es necesario sin embargo hacer el último
esfuerzo voy en busca del General.
Baronesa.
Hacia aquí viene.
ESCENA III.
Los mismos, el General y el Conde***
Conde. A vuestros pies, Baronesa; os, esperaba con
impaciencia por gozar del placer indefinible de introduciros en el salón, para
que arrebatéis el poder a las bellezas de segundo orden que están ocupando
injustamente el lugar que os reservan todos los corazones.
Baronesa.
Cuando gustéis, mí querido Conde. (Le da el brazo y entran en el salón
del baile.)
ESCENA IV.
Ramiro y el General.
Ramiro.
Tenía que hablaros, general.
General. Yo también a vos, pero no de un modo
tan severo.
Ramiro.
Voy a colocaros en una alternativa
General.
Yo voy a proponeros una transacción.
Ramiro. Tenéis un documento importante del
que pende quizá la fortuna de una mujer y ese documento no se ofrecerá a la
consideración de los tribunales, sino en el caso de que yo sea su esposo; esa
es una injuria, General, que no puedo perdonaros. ¿Por ventura la que puede ser
esposa vuestra es incapaz de serlo mía? Soy tan digno como vos y os lo probaré
de la manera que gustéis.
General. Voy, caballero, a proponeros una
transacción; si no la admitís, acepto el reto y señalaré día y hora. La suerte,
D. Ramiro, os ha colocado en una situación brillante, que puede influir muy de
cerca en los destinos del país. Os habéis decidido por el ministerio, no sé
porque, y sois una de sus más firmes columnas. Bien sabéis que el partido de la
oposición es fuerte y poderoso y que no necesita más que veinte votos para
volcar a nuestros gobernantes. Yo pertenezco a ese partido y puedo llamarme sin
vanagloria su órgano y su jefe. Ayudadme con vuestra elocuencia y vuestros
amigos, y seré ministro de estado. Os entregaré el documento que tanto os
irrita y dentro de quince días seréis barón y poseeréis una de las más hermosas
mujeres de Madrid.
Ramiro. En política, general, son tan
frecuentes las buenas palabras como los malos hechos.
General. Eso es decir que aceptáis. Ramiro.
¿Qué garantías me dais de que vuestras ofertas serán completas?
General.
Mí palabra.
Ramiro. Las
palabras de los hombres públicos me inspiran muy poca confianza. Este siglo,
que tiene por templo la bolsa y por sacerdotes los agiotistas, que mide los
sentimientos más puros del alma y los intereses de la justicia por la alza o baja
de los fondos públicos, es un siglo corrompido que abriga la maldad en el
corazón y ostenta en los labios la hipocresía y la mentira. Necesito, general,
algo más que vuestra palabra.
General.
Decid lo que queréis.
Ramiro. El documento en cuestión.
General.
Y si yo os le entrego, ¿qué garantías me dais de que combatiréis al
ministerio y de que vuestros votos se añadirán a los míos?
Ramiro. ¿No lo adivináis?
General.
No a fe mía.
Ramiro. ¿Qué despojos pensáis alcanzar con la
victoria? ¿Me entendéis?
General.
Os entiendo. Queréis tener cabida donde la tenga yo y sois muy joven aun
para ministro, y vuestra pretensión encontrará obstáculos tal vez insuperables.
Contribuid a que yo sea ministro de estado, y seréis embajador de una potencia
de primer orden.
Ramiro. Nuevas garantías, General.
General.
Si no cumplo mi promesa, desertad de mi partido, hacedme una oposición
terrible y arrancadme la mayoría que nunca podrá ser de muchos votos. Dadme la
mano, señor barón.
Ramiro. Es vuestra, señor presidente del
consejo de ministros.
General. Aquí llegan mis amigos.
ESCENA V.
Los mismos y varios Diputados.
General.
Saludad, señores, a nuestro amigo D. Ramiro. Tengo el honor de
presentaros uno de los más firmes apoyos del ministerio, a quien abandonará
desde mañana combatiéndolo con su robusta y poderosa elocuencia. Los
desaciertos cometidos por el gobierno no han podido menos de irritar su alma
grande y delicada, y como hombre independiente y caballero piensa atacar a esos
pigmeos miserables que trafican con la ventura de su país.
Diputado
1. º Mañana se discutirá en el congreso un asunto
de importancia que el gobierno hace cuestión de gabinete.
Ramiro.
Mañana, amigos míos, será el gobierno derrotado, y abandonará un puesto
que no puede ocupar con honra.
Diputado
2. º Disolverá tal vez las cortes.
General.
No; S. M. les odia y sufre su yugo con impaciencia, las tribunas son
nuestras y el talento de D. Ramiro nos asegura la mayoría que nos dará el
triunfo.
Diputado
1. º Mañana, General, nos reuniremos en vuestra
casa para organizar el plan de ataque. Supongo que asistirá también Don Ramiro.
Ramiro. Poderosas razones que conoce el
general me impiden concurrir a vuestra cita; pero podéis contarme entre los que
tomarán la palabra en contra.
General. ¿Qué lugar ocuparé?
Ramiro. El tercero.
ESCENA VI.
Los mismos y el Ministro de Hacienda.
Ministro. Bésoos las manos, caballeros.
Diputados. A las órdenes de V. E.
General. Entremos, señores, en el salón.
Ministro. D. Ramiro, tengo que hablaros.
Ramiro. Yo también a vos.
ESCENA VII
El Ministro y Ramiro.
Ministro. Mañana se trata de una cuestión de
importancia, y parte de nuestros amigos está fuera de Madrid. Es preciso que no
falléis ni vos ni los vuestros.
Ramiro. Dormid tranquilo, no faltaré.
Ministro. Supongo que hablareis.
Ramiro. Sí, hablaré. Es preciso, ministro,
que en esta misma noche expidáis el nombramiento de contador de rentas de
Granada para D. Alberto Fernández.
Ministro. Esa plaza está ocupada por un antiguo
y dignísimo empleado.
Ramiro. Se le deja cesante. Es necesario que
sea en esta misma noche. Daréis también orden de que salga mañana a desempeñar
su destino.
Ministro.
Seréis servidos; pero supongo que mañana estaréis más elocuente que nunca.
Ramiro. ¿Qué
ruido es este?....
ESCENA VIII.
Los mismos, la Baronesa, Pilar, el General, y varios
señores y señoras.
Baronesa.
Sois una imprudente, y la culpa tiene quien os admite en un baile a que
no debíais concurrir.
Pilar. Yo seré una imprudente; pero vos sois
una infame.
General.
Señora, reportaos.
Pilar.
Sí; una infame es quien ha labrado con falsas arterías la desdicha de
una mujer que era feliz en una medianía oscura, pero inocente. Yo amaba a un
hombre como se ama la primera vez, con el delirio de una madre y la ternura de
una hermana; y esa mujer sin amarle y sin comprender mi amargura, le ha
arrancado de mi corazón. Ese proceder es criminal, señora, muy criminal.
Baronesa.
Esta mujer, caballeros, está loca y os suplico que la mandéis retirar.
Pilar.
¡Estoy loca! Sí, estoy loca, tenéis razón. Si vosotros estáis cuerdos,
yo no lo estoy porque no me parezco a vosotros. No me comprendéis ni sois
capaces de comprenderme; este llanto amargo que abrasa mis mejillas, no ha
conmovido ni un solo corazón, y excitará tal vez la risa de algún miserable que
medirá mi dolor por la pequeñez de su alma. Os he llamado criminal, porque lo
sois, señora. Un asesino nos arranca la vida; pero vos habéis hecho más: me
habéis arrancado la felicidad. Si alguno os robase el aderezo que lleváis puesto,
os daría tres o cuatro horas de disgusto y los jueces le castigarían con la
infamia o acaso la muerte; ¿qué castigo reservareis para el que os roba el
reposo, no de un día, sino de toda la vida, que os martiriza en todas las horas
de vuestra existencia que os acosa en sueños y viene a insultaros con una
felicidad que os pertenece?
Baronesa.
Señores, esto es un escándalo que no debéis tolerar y que hará reír a todo
Madrid a nuestras expensas.
Ramiro. Retiraos, Pilar.
Pilar. ¿Y qué derecho tenéis vos para
mandarme que me retire? Yo era vuestra esclava y os quería más que a mí misma;
pero ahora os aborrezco. Habéis roto los lazos que nos unían y no reconozco
facultades en vos para imponerme condiciones.
Ramiro. Reflexionad que estamos en una casa
muy respetable, y que habéis sido muy indiscreta y muy imprudente.
Pilar. Y si no lo hubiera sido, ¿quién se
habría dignado escucharme? Quien no quiere oírme faltando a un deber sagrado,
me oirá por fuerza. Despiértense en tu corazón los antiguos sentimientos que le
animaban y yo seré muda y besaré las plantas de tus pies, Pero si no, mi
juramento esta hecho, seré tu sombra
tendré el placer de acibarar hasta los más deliciosos momentos de tu
existencia.
Ramiro.
Señorita, no deis lugar a que se os encierre en alguna casa de
desgraciadas.
Pilar.
¡Horrible desesperación! ¿En una casa de dementes, queréis decir? Sí, loca estoy, sois el más infame de los
nacidos. Habéis hecho pedazos mi corazón; ¿qué os falta? Coged un puñal y
clavadle en mi seno.
Ramiro.
Señorita…
Pilar. Sí, un infame es el que engaña a una mujer
débil y llena de amor, el que la abandona después de haberla engañado y se
complace en matar todas sus ilusiones llenando de amargura las horas que la
faltan de existencia. Por Dios, Ramiro mío; escucha mi última súplica; dime que
me amas, dímelo una sola vez y yo te perdonaré todo lo que me has hecho sufrir.
Ramiro.
Dejadme en paz señorita; yo no os amo ni os he amado nunca. Dadme el
brazo. Baronesa.
Pilar.
Monstruo, monstruo, ya no puedo más. (Cae en los brazos de una amiga.)
ACTO TERCERO.
Casa de la Baronesa.
ESCENA PRIMERA.
D. Antonio y D. Alberto.
D.
Antonio. Os doy
la más cordial enhorabuena; ya sé que habéis sido nombrado contador de rentas
de Granada.
D.
Alberto. Hace
poco que recibí el nombramiento, y he quedado no poco sorprendido, porque ni
aun de vista conozco al ministro de Hacienda.
D.
Antonio. Tendrá
acaso gran favor algún íntimo amigo vuestro.
D.
Alberto. Lo
ignoro. Si ha sido así, se lo agradezco con toda mi alma. Dentro de pocos días
pensaba partir para la misma ciudad, como apoderado del duque vuestro
protector.
D.
Antonio. Ahora
poseéis una renta pingüe, y podéis vivir desahogadamente.
D.
Alberto. Tenéis
razón; sin embargo, tal vez no penetrará el placer en mi pecho. ¡Es tan
desgraciada la pobre Pilar!
D.
Antonio. Vuestra
hija es indisculpable; se la ha presentado una ocasión brillante de ser rica y
feliz, y la ha despreciado. Quizá algún día se arrepentirá de no haber oído los
consejos de un amigo que no deseaba más que labrar su ventura.
D.
Alberto. No
quisiera habar más de ese asunto, porque todas las heridas de mi alma se
renuevan, y padezco horriblemente. Una niña de diez y ocho años, D. Antonio, no
tiene más que corazón, y para ella no hay mas porvenir que hallar otro corazón
que la comprenda y que lata a par del suyo. Los viejos no penetramos ese estado
de inquietud y de zozobra.
D. Antonio. Bien pudiera conocer que Ramiro no es
sensible más que a los halagos de la ambición.
D.
Alberto. Os
suplico, amigo mío, que no me habléis de ese hombre; él ha perdido a mí podre
hija y a mí también. Engañar a una mujer para venderla después, desgarrar su
corazón para gozarse en su desdicha, es un crimen que las leyes no castigan,
pero que la Providencia no puede dejar impune.
D.
Antonio. El placer arrastra a la juventud y no la deja
fuerzas bastantes para resistir. Si un hijo vuestro diese el primer paso en la
carrera de la indiscreción, ¿le aconsejaríais que diese el segundo? Si su
corazón seducido hubiera arrastrado en su desgracia el de una mujer que le haría
infeliz, ¿le permitiríais que lo renunciara todo y que fuese un pigmeo pudiendo
ser un gigante? En este punto los padres ricos no piensan como los pobres.
D.
Alberto. ¿Y qué
diréis de los hombres que tienen la felicidad de la mujer por un juguete, y que
no buscan más que un año de placer para gozarse luego en la desgracia de su víctima?
D.
Antonio. Yo
diría...
D.
Alberto. Vos no
podríais decir nada, porque no habéis tenido una hija hermosa e infeliz vendida
por un miserable.
ESCENA II.
Los mismos y Pilar.
Pilar
(al ver a su padre).
¡Ay!
D.
Alberto. ¿A qué
vienes aquí? ¿Sabes que esta es la casa
de la Baronesa?
Pilar. Padre mío, perdón.
D.
Alberto. ¿A qué
vienes a esta casa? ¿Quieres insultar de nuevo a una mujer que nos ha colmado
de beneficios? Prepárate a marchar dentro de una hora a Granada.
Pilar. Yo no puedo separarme de aquí.
D.
Alberto. ¿Quieres
cubrirme nuevamente de afrenta, y manchar unos cabellos blancos que se hablan
conservado puros hasta ahora?
Pilar.
Perdonad a una infeliz que no puede menos de hacer lo que hace. Deponed
por Dios esa severidad que me desgarra, y no acabéis de asesinar a vuestra hija
moribunda. Perdón…
D.
Alberto. ¿Y qué has hecho tú para merecerlo? Nadie
desea tu felicidad como tu padre y su única ambición se cifra en labrar tu ventura;
pero ¿qué haces para labrar la suya? Pilar (de rodillas). ¿Qué queréis de mí?
D. Alberto. Que abandones esta casa en donde no
puedes permanecer con honra, y que rechaces de tu corazón al miserable que te
ha vendido. Vamos, hija mía; sal de esta casa, acompañadla D. Antonio.
Pilar. ¡Sin verle!...
D.
Alberto. ¿Quieres que tu padre sustituya los preceptos
a las súplicas?
Pilar. Yo no puedo, padre mío, yo no puedo.
Dejadme que le vea un instante, solo un instante. Vos no sabéis lo que es
abandonar una idea que nos ha servido de alimento continuo por espacio de dos
años, que nos ha acompañado en los días de placer y de aflicción, por la
mañana, por la noche, que se la deja trabajosamente para entregarnos al sueño y
la encontramos con nosotros al despertar. Padre mío, yo quiero verle una vez,
solo una vez.
D.
Alberto. ¿Quieres
verle para que te insulte y para que tu padre sea víctima de una indignación
legítima que no podrá contener?
Pilar. Piedad, piedad.
D.
Alberto. La
Baronesa se acerca.
ESCENA III.
Los mismos y la Baronesa.
Baronesa. D. Antonio, me alegro mucho de
encontraros. ¿Habéis estado en el congreso?
D.
Antonio. No. ¿Y
vos?
Baronesa. Salgo de allí en este momento; el
ministerio se ha defendido ventajosamente; ahora comienza D. Ramiro a hablar en
contra con su acostumbrada elocuencia; mi corazón se sobresaltó y no pude menos
de salirme. Estoy inquieta y desearía saber el resultado de la discusión.
D.
Antonio. Si
queréis iré a indagarlo.
Baronesa. Os lo agradeceré con toda mi alma.
D.
Antonio. a vuestros
pies, Baronesa. Hasta luego, D. Alberto.
ESCENA IV.
D. Alberto, Pilar y la Baronesa.
D.
Alberto. Señora
Baronesa, el gobierno de S. M. ha tenido a bien nombrarme contador de rentas de
Granada. Vengo a despedirme de vos y a poner mi destino a vuestras órdenes.
Baronesa. ¿Tenéis dispuestas las cuentas?
D.
Alberto. Mi amigo
D. Antonio se encarga de presentároslas.
Baronesa. Supongo que esta señorita vendrá a
despedirse también.
Pilar. Esta señorita no viene a despedirse,
porque cree que no sois acreedora a ningún miramiento.
Baronesa. D. Alberto, os suplico que me libréis
de la presencia de vuestra hija, porque me hallo algo indispuesta y no estoy
acostumbrada a tratar con gentes... insultantes.
D.
Alberto.
Perdonad, señora, las indiscreciones de una niña que tiene bastante fuego en la
cabeza.
Pilar. Decid más bien en el corazón. Señora
Baronesa, yo me pondré de rodillas delante de vos, besaré vuestros pies y seré
vuestra esclava; pero volvedme mi amor, el único tesoro de mi vida. ¿Qué os importa
abandonar a un hombre a quien no amáis y que tampoco os ama? No, no os ama, ama
solo vuestro titulo y vuestras riquezas. No puede amaros, porque me ama a mí.
¿Consentiréis, mi querida señora, en hacer infeliz a una pobre muchacha que no
tiene más patrimonio quo su amor?
Baronesa. ¿Habéis traído, D. Alberto, a vuestra
hija para que tenga el placer de reconvenirme?
D. Alberto. Ven, Pilar, ven; te lo suplica tu
padre.
Pilar. Yo creí que hablaba con una mujer, y
estoy hablando con un tigre. Vos, señora, no sentís. Si me vierais a vuestros
pies revolcándome en mi sangre y desgarrada por el puñal de un asesino, ni una
lágrima asomaría en esas mejillas; os reiríais y me escupiríais. ¡Dios mío!
¿Has creado por ventura a los pobres para que sirvan solo de escarnio y de mofa
a los perversos que no tienen más virtud que su riqueza?
Baronesa. Esto es insoportable: caballero, desalojad mi
casa y no volváis a entrar nunca en ella.
D.
Alberto. Los
beneficios que he recibido de vos, me imponen un deber que respetaré siempre;
pero permitidme que os diga que no quisiera llevar de esta casa un mal
recuerdo.
Baronesa. No me gustan reconvenciones, D.
Alberto, idos de aquí.
D.
Alberto. Vamos,
hija mía, vamos.
Pilar. Oigo su voz… sí... él es.
Baronesa. ¡Maldita casualidad! Ocultaos en ese
gabinete, porque si D. Ramiro se
encuentra con Pilar, él muy violento y ella muy indiscreta pudieran
comprometernos. Luego que se haya ido, tendréis la bondad de retiraros.
Pilar. Sí, padre mío, ocultémonos. Lo veré por la
última vez.
D.
Alberto. ¡Y
también le oirás! ¡Cuánto vas a sufrir, hija mía.
ESCENA V.
El General y la Baronesa.
General. Estoy cansado y vengo con deseos de
cansarme más.
Baronesa. Estáis incomprensible.
General. Deseo cansarme más, para que el cansancio del cuerpo
amortigüe la inquietud que fatiga mi alma.
Baronesa. ¿Habéis sido derrotado?
General. No; pero no he acabado de vencer.
Barones.
Creí haber oído la voz de Don Ramiro.
General. Le ha detenido un senador en la
escalera.
Baronesa. ¿Cuál ha sido el resultado de esta célebre
sesión?
General. La lid se comenzó débilmente por nuestra parte,
y el ministerio respondió con ventaja a nuestras embestidas. Habló por ultimo
D. Ramiro y los ojos del público se fijaron en él con ansiedad. Nadie comprende
porque toma la palabra en contra y los más sospechan que sería una estratagema
del gobierno. La sorpresa llegó a su colmo cuando lejos de defender a este, le
atacó tan denodada, vigorosa y fuertemente, habló con tanta elocuencia y reveló
tanto secreto importante e inesperado que
los ministros enmudecieron, las tribunas aplaudieron estrepitosamente y la
votación se ganó por más de sesenta votos.
Baronesa. ¿Y qué decís ahora del objeto de mi elección?
General. Que es un hombre de provecho, y que bien pronto seréis una de las más hermosas
joyas que brillen en las cortes de Londres, París o Lisboa.
Baronesa. No os entiendo.
General.
D. Ramiro será
embajador.
Baronesa. Supongo que le habréis entregado el
documento con que quisisteis amedrentarme?
General. Todavía no; sabéis que soy hombre que
no me enamoro sino de los resultados. Por eso temí que hoy me abandonase; pero
se ha portado como hombre de honor.
Baronesa. ¿Y lo seréis también vos?
General. Si, amiga mía, aguardo solo la publicación del
ministerio en la gaceta.
Baronesa. Habéis faltado a vuestra palabra.
General.
Os aseguro que podéis vivir sin recelo; el documento será vuestro,
y D. Ramiro embajador ofrecerá un título
brillante a la que tan orgullosa se muestra con el suyo. Me ha hecho un
servicio de interés que vos le pagareis con usuras.
Baronesa. ¿Creéis de veras que será embajador?
General.
Creo que sí, os doy la enhorabuena, porque vuestras esperanzas te han
realizado. El casamiento será igual; no se trata ya de un abogaduelo de provincia;
vais a dar vuestra mano a uno de los primeros personajes de España; ¿quién sabe
si su talento le pondrá al nivel de los primeros diplomáticos de Europa?
Baronesa. Estoy con impaciencia; bien podía presumir
que le esperaba.
General. ¿Acaso le amáis Baronesa?
Baronesa. Permitidme, General, que os diga que
no me hallo de humor para responder a esa pregunta.
General. Ya le tenéis aquí.
ESCENA VI.
Los mismos y Ramiro.
Baronesa. Gracias a Dios que tenemos el placer de veros.
Ramiro. Albricias, mi general.
General. ¿Qué
hay? ¿Qué sucede?
Ramiro. El público está impaciente, las
prensas se fatigan; unos me maldicen, otros me aplauden, nuestros amigos forman
esperanzas locas, los contrarios asedian a S. M. Madrid está agitado, y es muy
temible una asonada. Todo está en confusión y desorden; mas el triunfo será nuestro.
General. ¿Y
el ministerio?
Ramiro. Ha hecho dimisión.
General. ¿Ha sido admitida?
Ramiro. Sí.
General. ¿No ha sido llamado nadie a palacio?
Ramiro.
Sí.
General. Maldición.
Ramiro. No hay motivo para desesperarse.
General. ¿Quién ha sido llamado?
Ramiro.
Vos
General. Gracias, D. Ramiro, gracias; sois el más
elocuente de los hombres, y vos, Baronesa, la más feliz de las mujeres. (Marcha
apresurado.)
Baronesa. ¿Pensáis, General, ir a ver a S. M.
sin sombrero?
General.
Tenéis razón; soy
un aturdido.
ESCENA VII.
La Baronesa y Ramiro.
Baronesa. Estáis tan orgulloso con vuestros
triunfos, que ni siquiera os acordáis de que es esta mi casa.
Ramiro. Tenéis razón.
Baronesa. En efecto, tengo razón. Estáis frió
cual nunca. Un hombre cualquiera piensa en los negocios por su familia; mas los
hombres públicos piensan en su familia por los negocios; casi estoy arrepentida
de amaros.
Ramiro. ¿Con
que me amáis?
Baronesa. Sin merecerlo vos.
Ramiro. Estáis
hechicera: en este momento mi memoria olvida lo pasado, y mi alma no piensa en
el porvenir.
Baronesa. ¿Seréis embajador, dueño mío?
Ramiro. ¿De veras? ¿Os lo ha dicho el
General? ¿Dijo que había esperanzas?
Baronesa. Mucho os inquieta la embajada.
Ramiro. Me inquieta solo por vos.
Baronesa. Ja, ja, ja. ¿Os acordáis do lo que me
dijisteis ayer?
Ramiro. En este instante no me acuerdo de nada,
solo sé que os amo.
Baronesa. Bueno es que os hagáis esa ilusión.
Ramiro. ¿Habéis fijado ya el día de nuestra felicidad?
Baronesa. ¿Querréis decir el de nuestro
matrimonio? Si queréis, en esta misma noche; pero sin duda habéis olvidado que
no poseéis el documento que tanto os inquietó y que me inquieta a mí todavía.
Ramiro. Esta noche me hacéis barón, mañana os
hago yo embajadora, pasado mañana iremos a ver a S. M. y dentro de seis días
saldremos llenos de felicidad y de esperanzas para París o para Londres.
Baronesa. ¡Y Pilar!
Ramiro. ¡Pobre muchacha! Ya no hay para ella
en mi corazón ni una esperanza ni un recuerdo. Ahora está todo lleno de un
pensamiento grande que no deja en el ningún vacío. Hoy barón, mañana embajador,
dentro de un año ¿quién sabe?... La fortuna me sonríe y mi cabeza loca no
encuentra término ni espacio y lanza a mi corazón tras el ministerio y la
infinidad. ¿No es verdad, Baronesa, que seremos muy dichosos?
Baronesa. ¿Creéis que el General os entregará
el documento prometido?
Ramiro. Si no lo hiciese, no sería ministro
dos días.
ESCENA VIII.
Los mismos y el General.
Ramiro. Mi querido General, vuestro semblante
me dice que la victoria es enteramente nuestra.
General. Sí, amigo, abrazadme. Ayer tuve impulsos de
aceptar vuestro desafío, y vos en cambio me habéis hecho ministro.
Baronesa. ¿Venís de palacio?
General. Sí.
Baronesa.
S. M. ha estado en extremo
complaciente conmigo y me ha honrado con su confianza. Luego que llegué,
brillaron sus ojos de alegría y me preguntó si contaba con la mayoría
parlamentaria; le respondí que si, y entonces me confirió el delicado encargo
de formar el gabinete. Yo rehusé al principio; pero vencido por sus ruegos,
acepté y pasé a avistarme con los amigos de más influencia. Se habló de vos;
pero fueron tantos los obstáculos que se opusieron, que por último se convino
en que no fuerais ministro.
Ramiro. Ya lo esperaba yo eso.
General. Se ha determinado sin embargo no
presentar los nombramientos a S. M. hasta que no merezcan vuestra aprobación.
Este es el objeto de mi venida.
Ramiro. ¿No se ha tratado de nada más?
General. Se ha acordado también que seáis
embajador cerca de la corte de Francia.
Baronesa. Me alegro; me gusta más París que Londres.
Ramiro. Decid a vuestros compañeros que
cuenten con mi voto y el de mis amigos, que seré su defensor y que humillaré a sus
cobardes antagonistas.
General. Bravo, querido barón; así me gustan a
mí los amigos.
Baronesa. Antes que os marchéis, tengo que
advertiros una cosa de importancia. ¿Asistiréis esta noche a nuestra boda?
General. Prima mía, si no me desairáis seré
vuestro padrino.
Baronesa. Acepto: ¿no os acordáis de otra cosa,
señor presidente del consejo de ministros?
General. Esta tarde os entregaré la fundación
del mayorazgo de vuestro primer marido, y creo que es un buen regalo de boda.
Baronesa. Os cuento, mi querido General, en el
número de mis más íntimos amigos.
General. Os envidio, embajador, la alta dicha
de que gozáis; la Baronesa es un tesoro que solo vos podéis, valuar. Os le
envidio con todo mi corazón.
Baronesa. Soy un tesoro que solo se vende por
un ministerio ¿no es, verdad, General?
ESCENA IX.
Los mismos y D. Antonio
D.
Antonio. Todo se
ha perdido.
Ramiro. ¿Qué sucede?
D.
Antonio. El
ministerio ha hecho dimisión.
General. ¿No es más que eso?
D.
Antonio. La
dimisión fue aceptada; más a poco de haber salido vos de palacio los ministros
han sido reelegidos.
Ramiro. Eso es una infamia y eso no puede ser.
General. No hay que perder tiempo, Don Ramiro, es necesario reunir a nuestros
amigos, y convenir en una oposición terrible y arrolladora. Es indispensable
que haya una sesión extraordinaria en que se declare que el ministerio no
obtiene la confianza del congreso.
Ramiro. Os
juro, General, que los ministros han de dejar con afrenta un puesto de que
pudieron separarse con honra.
D.
Antonio. Amigos míos,
tampoco eso es posible, S.M. a disuelto las cortes; ya no sois diputados, el gobierno,
D. Ramiro, ha cometido la arbitrariedad inaudita de desterraros a la isla de
Cuba.
Ramiro.
Faltáis D. Antonio a la verdad. Eso no puede ser, eso es un tejido de
imposturas.
D.
Antonio. ¡Ojalá
no fuera cierto! Leed esa gacetilla.
Ramiro. Esto es una infamia. General nos han
vendido.
D.
Antonio. Los
periódicos de hoy se ensangrientan casi todos en ti. Dicen que eres un hombre
sin creencias políticas y sin corazón, que has vendido tu voto y tu palabra, y
que tienes talento, pero que careces de virtud y de pundonor. S. M. los leyó, y
sin oír las inspiraciones de nadie ha dictado las providencias que publica la
gaceta.
Ramiro. Mi pecho se halla fuertemente
desgarrado; pero me revela una verdad útil aunque amarga. Mi corazón es
sensible a la menor impresión de dolor y pasa por los días alegres casi con el
mismo hastió que por los indiferentes. Si la ambición ve frustradas sus esperanzas,
halla en cada una un tormento horrible; si las mira satisfechas, nuevas
esperanzas nacen, y siempre hay un vacío infinito que no se llena nunca y que
hace de la vida un infierno que no se interrumpe. En este momento Baronesa,
estoy en la íntima convicción de que me conviene que se cierren para mí las
puertas de la ambición. La vida obscura no tiene vicisitudes ni quebrantos, y
el hombre en ella no será feliz, porque es imposible serlo, pero estará por lo
menos tranquilo.
Baronesa. Yo también pienso como vos.
Ramiro. ¿No es verdad que seremos felices en
el retiro y lejos del mundo, querida Baronesa?
Baronesa. Permitidme, D. Ramiro, que os haga
una declaración que tarde o temprano teníais que oír. Yo estaba dispuesta a dejar
con vos a Madrid; pero era de embajadora a la corte de Francia, no de
desterrada a la isla de Cuba. Recordad lo que decíamos ayer; no somos el uno
para el otro cuando no podamos prometernos un porvenir de esplendor y de gloría.
Lo siento, D. Ramiro, pero me es imposible ser esposa vuestra.
Ramiro. Señora, sois...
Baronesa. Lo que vos. Un hombre virtuoso
tendría derecho para reconvenirme; mas D. Ramiro en mis circunstancias hubiera
observado la misma conducta que yo.
D.
Antonio. Los hombres de talento no deben sucumbir
cobardemente cuando el infortunio los asalta.
Ramiro. Mi situación, D. Antonio, es muy triste. En un
país distante del nuestro, sin amigos, sin fortuna y con un corazón melancólico
é insaciable, ¿dónde encontraré yo la felicidad?
ESCENA X.
Los mismos, Pilar y D. Alberto.
Pilar
saldrá corriendo.
En mí, en tu Pilar. Yo te haré más
dichoso que la ambición. Yo comprenderé todos los pensamientos de tu alma y
contaré los latidos de tu corazón. Nada desearás que yo no consiga para ti:
seremos pobres; pero no nos roerá el torcedor continuo del remordimiento, no
correrás tras esperanzas locas y funestas, y tu condición será humilde; pero
con ella vivirás contento. Devuélveme mi amor, aquel amor intenso que me tenías
antes y que constituía mi felicidad. Yo te perdono todo lo que me has hecho sufrir,
que ha sido mucho, mucho. Dime que me amas; ¿vacilas todavía? ¿Quieres aun a esa
mujer que ha respondido a tus súplicas con desprecios? Señora Baronesa, vos la
grande señora, la que queréis a Ramiro diputado y embajador y le despreciáis simple
desterrado, ¿habéis sabido lo que es virtud y lo que es amor? Ahora soy yo superior a vos, porque en mi corazón no hay
ni una sola mancha.
Baronesa. Dejemos a esta pobre gente, General
ESCENA XI
Los mismos menos la Baronesa y el General.
Pilar. ¡Nos desprecian! Ramiro mío, no me
desprecies tú, y no echaré nada de menos en el mundo.
Ramiro. Mi corazón no puede resistir a las
emociones que ha experimentado en este momento. Te amo tanto como se puede amar
a una mujer.
Pilar. ¡Qué feliz soy!
Ramiro. D. Alberto, me tendré por el hombre más
dichoso si os dignáis concederme la mano de vuestra hija.
Pilar. Perdonadme, padre mío.
D.
Alberto. ¡Qué
padre no perdona a sus hijos! ¡Ojalá seáis felices!
FIN
*Ininteligible
en el original
Nota:
La ortografía, en esta transcripción, se ha adaptado a la actual, puede verse
la original en los enlaces a los periódicos donde fue originalmente publicada:
El
Salmantino : periódico de ciencias y literatura: Número 28 - 1843 septiembre 11
El
Salmantino : periódico de ciencias y literatura: Número 29 - 1843 septiembre 21
EL CIEGO
Hay un ser que en primavera
Ve lo mismo que en estío,
Y que la estrellada esfera,
Contempla cual un vacío.
Do el sol no es más que una hoguera.
Este ser se llama ciego,
Negro ante él es cuanto mira,
Y al alzar a Dios su ruego
Ardientemente suspira
Vertiendo llanto de fuego.
Un ataúd es la tierra
Cubierto de negro manto,
Para aquel que el cielo cierra
Los ojos, fuentes del llanto,
Y antes de morir le entierra.
La sonrisa dulce y pura,
En que su alma retrata
Una cándida hermosura,
Y las tintas de escarlata
Que iluminan su blancura,
Son solo voces sonoras
Que el viento pierde en el mar,
Para ti, ciego, que lloras
Sin ver tu llanto regar
Los labios de la que adoras
A tu madre oyes gemir,
Cuando llorosa te mira,
Más no la ves sonreír,
Si al darte un beso suspira,
Cuando pareces dormir.
En, tus días no hay auroras,
Ni en tus nubes arrebol,
De noche pasan tus horas,
Tu mundo no tiene sol
Y entre negros lutos moras.
Del ruiseñor el acento
Tu corazón entristece,
Porque no ves su contento,
Cuando en el dosel se mece,
Que da sombra á su aposento.
Tu faz se encuentra marchita,
Y el luto viste tu frente,
Cuando tu bella se irrita,
Por no ver que el labio miente,
Y que su rostro se agita.
La púrpura de la rosa,
Con que se adorna el marfil
De una frente candorosa,
Que alza una bella en abril,
Cual los ángeles hermosa:
Es igual ante tus ojos
A un pobre entre harapos muerto,
A un reo ante un juez de hinojos,
O al tigre que en el desierto
Pisando está sus despojos.
Las noches y la alborada,
Pardo y grosero sayal,
Y grana de oro bordada,
Todo ante el ciego es igual,
Porque ante el ciego no es nada
Llora mortal sin ventura,
Sobre el negro suelo llora,
Que no hay mayor amargura
En la región que el sol dora,
Que tu aciaga desventura.
Pero.... para llorar basta el ser
hombre
Las lágrimas son solo su tesoro,
Porque el brocado y el marfil y el
oro,
Lágrimas son con engañoso nombre.
¿Qué importa ver el cielo y sus
colores,
Ver el trono del sol lanzando
lumbre,
Una moruna ó gótica techumbre
O el rico abril sentado entre sus
flores?
¡Pobre mortal! Las perlas esmaltadas
Que brillo daban á tu cuna hermosa,
Míralas ya como marchita rosa,
Que ve sus galas sin piedad pisadas.
El beso blando que á tu bella
hurtaste,
Primera flor de púdica hermosura,
Mírale ya trocado en mancha impura,
Que ennegrece los labios que
adoraste.
El seno altivo que te aclama dueño,
Y en que tu frente lúbrica reclinas,
Pronto le mirarás lecho de espinas,
Do solo habrás de hallar hórrido
ensueño.
Todos lloran al ver que el ciego
siente,
No saben que si el ciego no ve el
mundo,
Tampoco ve á sus pies el cieno
inmundo,
Que eleva su vapor hasta su frente.
No ve el sol por los cielos
resbalando,
Pero tampoco ve la noche oscura,
Que el manto de azul y oro al cielo
hurtando
Le deja al hombre en cambio la
amargura.
No ve de tierna madre la sonrisa,
Más tampoco ve hipócritas semblantes,
Ni rostros con la ira centelleantes,
Ni del sarcasmo la traidora risa.
No ve la alfombra que un jardín
ostenta,
Ni de las aves el pintado manto,
Más en cambio tampoco mira el llanto
Del pobre en quien el rico se
ensangrienta.
Basta para llorar, basta el ser
hombre,
Las lágrimas son solo su tesoro,
Porque el brocado y el marfil y el
oro,
Lágrimas son con engañoso nombre.
A LA MEMORIA DE D.
MANUEL JOSÉ DOYAGÜE
Santiago
Diego Madrazo.
El
Salmantino 29/04/1843
Llena está el alma de recuerdos
tristes
Al estudiar los tiempos que
murieron,
Su altiva gloria y sin igual
grandeza,
Cual leve polvo, para siempre
huyeron.
¿Dónde están, Salamanca, tus
blasones?
¿Donde tus sabios? ¿Dónde tus
escuelas?
En tu silencio lúgubre y sombrío
Harto el cansancio y la vejez
revelas.
Cual sol brillante, iluminaste el
mundo,
Y tu nombre en la tierra no cabía;
¿Y qué eres hoy...? Mirando estas la
huesa,
Cual débil moribundo en la agonía.
¿Qué ha sido del alegre clamoreo
De millares de alumnos que tuviste?
Escombros, soledad, bajas pasiones,
Es, ay, lo que del tiempo
conseguiste.
Borradla ya del mapa de los pueblos,
Si compasión habéis de sus despojos,
Porque tras gloria tanta mal se
avienen
A ver tanta miseria nuestros ojos.
Más vale que en el polvo se sepulte
La escelsa y hermosísima matrona,
Que no el que su virtud venda á vil
precio
Ciñendo de ramera la corona.
¿Quién, de los sabios que admiraba
Europa
Podrá llenar el anchuroso hueco?
Nadie en su orgullo á proclamar se
atreve
Que puede ser de sus talentos eco.
Solo un hombre eminente,
esclarecido,
Luz de su patria y de su cuna gloria,
Legar podrá en los tiempos que
alcanzamos,
Corona brillantísima á la historia.
Ese hombre ya murió; pero no ha
muerto
La interminable y voladora fama,
Que al avariento rico menosprecia
Y al genio hasta los cielos
encarama.
i Doyagüe ilustre! Al escuchar tu
nombre
Con entusiasmo el corazón palpita,
El alma se alza con sublime vuelo
Y nuestra frente trémula se agita.
¿En dónde oíste los sagrados cantos
Llenos de unción, de magestad y
vida,
Con que arrancabas al mortal del
mundo
Para alzarle a región desconocida?
En dónde esos suavísimos acentos
Que sin tocar apenas el oído
Dan paz à la quietud del ambicioso,
Y esperanzas sin fin al desvalido?
¿El coro de los ángeles oías
Cuando las glorias del Señor
cantabas,
O de Dios el sonoro y grave acento
Junto a su trono altísimo
escuchabas?
¿Qué agudo acero el corazón te hería
Al lamentar de Cristo los dolores?
Viste al morir su lívido semblante,
Cuando el cielo enlutaba sus
colores?
Descansa ya, mortal: tumba dichosa,
La que en su seno tus cenizas
guarda,
El tiempo mismo la tendrá respeto,
Aunque el volcán de las batallas
arda.
¡Genio sublime! Tu renombre vuela
De nación en nación, de templo en
templo,
Y donde acaso te conocen menos,
Es donde fuiste de virtud ejemplo.
En ese polvo que la losa cubre,
Un alma grande se anidó algún día,
Un alma que á los cielos se ha
subido,
Porque en su cuerpo estrecho no cabía.
Venid á su sepulcro, Salmantinos,
Y el mármol adornad con bellas
flores;
Vuestro es el lauro que su fama
alcanza,
Y suyos son también vuestros loores.
Lágrimas deponed sobre su tumba
Y homenaje rendid á su memoria;
El viento en breve secara ese
llanto,
Más no el lugar que le dará la
Historia.
Santiago
Diego Madrazo.
El
Salmantino 30/07/1843
Canta la vida risueña
Robando su brillo al alba,
Entre música y placeres
Ó en blando lecho de grana.
Cántala bella cual virgen
Que en las aguas se retrata,
Cuando duplica sus ojos
De sí misma enamorada.
Al cielo usurpa las tintas
Y el color á la escarlata
Para vestir a la vida
Con su vestido de gala.
Esto dice el que es feliz,
¿Lo dirá tal vez mañana?....
¡La vida! Triste presente!
Cuando comienzo á cantarla,
La mano pongo en el seno,
Y saco de él hiel amarga.
¿Qué es la vida ?... Un ancho vaso
En donde hasta el borde manchan
Las heces que por ser muchas
El fondo no las abarca
¿A dónde vas, o mortal,
En alas de la esperanza,
Si sobre tus hombros llevase
De la existencia la carga?
¿Piensas que es mullido césped
Do blandamente resbalas?
No: que es sierpe que te besar
Y luego el diente en ti clava.
¿A dónde vas, infeliz.
Asido solo á una tabla?
Corre, corre presuroso
Donde el descanso te aguarda,
Y allí encontrarás la tumba,
Que es de otro mundo la entrada.
Por qué, mísero, llorando
Tu curso rápido paras?
¿Será tal vez una espina
Que el suelo en tus plantas clava?
¿Qué es una espina en la vida?
Tu paso , o pobre, adelanta,
Que espinas y abrojos es
Todo el camino que falta.
¿Qué es a los ojos del hombre,
Cuando al cielo los levanta,
La grande bóveda azul,
La luna en carro de plata,
Y el sol derramando lumbre
Cuando á torrentes la lanza?
¿No me respondes, mortal?
¿Es porque no hallas palabras?
¿O es tal vez porque lo ignoras,
Y herido tu orgullo calla?
Sufrir, maldecir, dudar,
Correr en pos de fantasmas,
Que cuando son placenteros
Son cual círculo en el agua;
Esa es la ley del vivir,
Reír hoy, llorar mañana,
Y beber gota tras gota
Hiel cual las heces amarga.
¿Por qué, humanos, deseáis
Volver atrás vuestra planta
Y sonreís al mirar
La cuna que os albergara?
¿No hallasteis allí dolores?
¿No visteis que la esperanza,
Que tantos bienes nos miente,
Que se viste tantas galas,
No es más que hermosa muger
Que nuestros sueños halaga,
Y que al despertar buscamos,
Y al despertar ya no es nada?
¿Por qué amáis lo que pasó?
Porque llorar os agrada:
Si es placer recordar males,
¿Qué es el dolor que desgarra?
Responde tú, corazón
Y pon la mano en tus llagas.
No hay hombre que no maldiga
El tiempo si lento pasa;
Le maldice el ambicioso
Que se su gloria en mañana;
Y luego el diente en ti clava.
¿A dónde vas, infeliz.
Asido solo á una tabla?
Corre, corre presuroso
Donde el descanso te aguarda,
Y allí encontrarás la tumba,
Que es de otro mundo la entrada.
¿Por qué, mísero, llorando
Tu curso rápido paras?
¿Será tal vez una espina
Que el suelo en tus plantas clava?
¿Qué es una espina en la vida?
Tu paso , ó pobre , adelanta,
Que espinas y abrojos es
Todo el camino que falta.
¿Qué es a los ojos del hombre,
Cuando al cielo los levanta,
La grande bóveda azul,
La luna en carro de plata,
Y el sol derramando lumbre
Cuando á torrentes la lanza?
¿No me respondes , mortal?
¿Es porque no hallas palabras?
¿O es tal vez porque lo ignoras,
Y herido tu orgullo calla?
Sufrir, maldecir, dudar,
Correr en pos de fantasmas,
Que cuando son placenteros
Son cual círculo en el agua;
Esa es la ley del vivir,
Reír hoy, llorar mañana,
y beber gota tras gota
Hiel cual las heces amarga.
¿Por qué, humanos, deseáis
Volver atrás vuestra planta
Y sonreís al mirar
La cuna que os albergara?
¿No hallasteis allí dolores?
¿No visteis que la esperanza,
Que tantos bienes nos miente,
Que se viste tantas galas,
No es más que hermosa muger
Que nuestros sueños halaga,
Y que al despertar buscamos,
Y al despertar ya no es nada?
¿Por qué amáis lo que pasó?
Porque llorar os agrada:
Si es placer recordar males,
¿Qué es el dolor que desgarra?
Responde tú, corazón,
Y pon la mano en tus llagas.
No hay hombre que no maldiga
El tiempo si lento pasa;
Le maldice el ambicioso
Que ve su gloria en mañana;
El niño quiere ser joven
Y blande fingida lanza,
El joven no quiere serlo
Y ya la ambición le halaga,
Si la gloria le sonríe,
Es el oro su esperanza,
Y maldiciendo la vida
Cubre su frente de canas.
Y el que es viejo ¿qué querrá?
Tal vez lo ignora... la nada.
Si una idea lisonjera
Despierta nuestra esperanza,
Al punto viene la duda,
Cortando al nacer sus alas.
¡Pobre de mí! sin concierto
Mi canto y suspiros pasan;
La vida quise cantar
Cuando punza y cuando halaga,
Y solo canto el dolor
Que mi pecho desbarata,
į Mas, ay, que todos se duelen
En este valle de lágrimas!
La vida es un ancho vaso,
En donde hasta el borde manchan
Las heces que por ser muchas
El fondo no las abarca.